lunes, 24 de octubre de 2011

Saco azul

Soñé dos días corridos con un lindo saco azul. Ni bien el centro comercial abría, yo estaba mirando sacos y detrás de mi tenía a dos espigados vendedores haciéndome preguntas, dándome recomendaciones… y yo me iba escondiendo entre los anaqueles, jugaba a esquivar los espejos largos que ocupan siempre el lado de una columna (esos arquitectos son universales) y fingía que hablaba por teléfono.

Me dejaron en paz. Y vi un saco… EL saco, me quedaba como guante. Me lo estaba quitando cuando recordé que por X ó por Y no llevaba mucho dinero. Uno de los espigados vendedores apareció como un ángel moreno, y me dijo que era mi día de suerte, que ese saco tenía triple descuento. Una ganga. Llegué a casa, O todavía dormía, y la desperté luciendo mi saco azul con pantalón corto.

Luego de escucharme, mi mamá me contó que cuando a mi papá le dieron su primer trabajo corporativo, estábamos de vacaciones, de visita en la Ciudad con los abuelos, y que llamaron a mi papá, diciéndole que tenía que presentarse con el dueño de la firma al día siguiente.

Mi padre fue a esa reunión vistiendo de prestado, el tío Nacho le prestó todo, saco, corbata, camisa, pantalón… todo… (Mi mamá hizo mucho énfasis en el 'todo', y me imagino que en ese todo y en ese suspiro va el que aunque hubiésemos estado en casa, allá en el desierto, mi padre no hubiera tenido mucho qué ponerse. Eran otros tiempos.)

Yo sigo acá, viviendo los míos. O y yo ensayamos la vida.

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Esa mañana en que compré mi saco, iba frenético escuchando la canción 'Saco Azul', de Los Fabulosos Cadillac.

Yo crecí escuchando a Los Fabulosos… cuando cumplí 18 los fui a ver al Foro Sol, ya los había visto en El Vive, pero ese recuerdo fue hermoso, y venía con la mayoría de edad.

La canción es un poco caótica, mezcla 'ska' con trompetas estilo Los Beatles, pero la letra da para ponerse a pensar.

Les dejo la letra y un video de esta FaBuLoSa canción…

SACO AZUL

Que trabajo me va a costar dejarte marchar
Te vas a ir lleno de mí y vas a volver sin conocerme
Que trabajo me va a costar dejar sobre tu pecho posibles realidades de imposibles minutos
A la tarde, en la montaña, un Perseo te va a limar las cadenas
Y te vas a ir corriendo por los montes hiriéndote los pies

Invierno de saco azul nadie te va recordar
Pero dentro de mí siempre te vas a quedar
Siempre conmigo vas a estar

Mano gigante Dios, tu mano enseñaba vivir
Quiero tu saco azul y volver a ser como fui
Volver a casa y verte allí

No van a poder seducirte ni mi carne ni mi llanto
Ni los ríos donde dormías tu siesta de oro tampoco

Desde oriente a occidente voy a llevar tu luz gigante, redonda
Tu luz enorme que sostiene mi alma en tensión aguda
Desde oriente a occidente
Que trabajo me va a costarte ir con los pájaros
Que trabajo me va a costar
Voy a levantar tus brazos y se los voy a regalar al viento
Voy a levantar así tus brazos y se los voy a regalar al viento

Siempre conmigo vas a estar
No queda nada aquí, ya no hay nada que cuidar
Solo es tu pecho Dios, que empuja como las olas de mar
Siempre conmigo vas a estar

El mundo va a caer, va a desaparecer

Me pides que no te llore más, que no te llame más
Que te deje ir
Que si te llamo venís y que vos estas por pasar a dejar de ser
Pero yo se que no es por vos que no te debo llamar
Abra que olvidar y bueno
Y pasara
Y todo también pasara
Pobre, tan solo te voy a dejar sin saber nada ni el olor de donde estas
Sin siquiera reconocer el olor de donde estas
Mi corazón late sin tu mano enorme en mi cara
Tu mano gigante en mi cara
Gigante, enorme
Yo ya no lloro más
Tengo de que reír
Acá mirá
Tocá acá
Tu mano enorme en mi cara
Gigante, enorme

Canción de saco azul nadie te va recordar
Pero dentro de mí siempre te vas a quedar
Siempre conmigo vas a estar

Canción de saco azul nadie te va a recordar
Pero dentro de mí siempre te vas a quedar
Siempre conmigo vas a estar
El mundo va a caer, va a desaparecer

Fuente: musica.com

miércoles, 12 de octubre de 2011

Godzilla en México

Yo se lo que haré con este poema. Lo que ya estoy haciendo.

¿Cuántas veces yo no sentí a Godzilla en mi ciudad, en mi cuarto, paseando por el barrio? Sentir esas pisadas, que eran pisadas y no truenos. Sentir su respiración, que no era niebla, no era tormenta. Quizás aveces un monumental resfriado.

Creo que el gigantesco lagartijo me ha seguido hasta la Isla...

(Gracias Avatar)


-Godzilla en México-
Por Roberto Bolaño


Atiende esto, hijo mío: las bombas caían
sobre la Ciudad de México
pero nadie se daba cuenta.
El aire llevó el veneno a través
de las calles y las ventanas abiertas.
Tú acababas de comer y veías en la tele
los dibujos animados.
Yo leía en la habitación de al lado
cuando supe que íbamos a morir.
Pese al mareo y las náuseas me arrastré
hasta el comedor y te encontré en el suelo.
Nos abrazamos. Me preguntaste qué pasaba
y yo no dije que estábamos en el programa de la muerte
sino que íbamos a iniciar un viaje,
uno más, juntos, y que no tuvieras miedo.
Al marcharse, la muerte ni siquiera
nos cerró los ojos.
¿Qué somos?, me preguntaste una semana o un año después,
¿hormigas, abejas, cifras equivocadas
en la gran sopa podrida del azar?
Somos seres humanos, hijo mío, casi pájaros,
héroes públicos y secretos.

viernes, 7 de octubre de 2011

Dramáticos placeres: el chile mexicano

Casi no lo acostumbro. Creo que solamente lo hice con la entrevista que M le hizo al Dalai Lama, pero eso es algo histórico...

Un gran amigo chileno-uruguayo-boricua (mi queridísimo Avatar) me envió el siguiente escrito publicado en la 'Revista Ñ' (mágica publicación) y que escribió uno de mis autores favoritos: mi compatriota Juan Villoro.

Recordé con nostalgia la noche en que E y yo caminábamos con un frío perruno por calles de Coyoacán, en búsqueda de una presentación de un libro de Villoro... y cómo llegamos ahí y aprendimos tanto...

Este artículo me parece genial... lo único que puedo decirles es: '¡Buen provecho!'


Un breve texto incluido en “Safari accidental”, un volumen de crónicas y ensayos inédito en la Argentina, donde el autor de “Los culpables” reflexiona sobre el curioso culto mexicano al chile y la singular manía de sus connacionales de comer cosas picantes.

Por Juan Villoro

Charles de Gaulle se quejaba de lo difícil que era gobernar una nación con más de 300 tipos de quesos. Lo mismo puede decirse de México y sus chiles. El único rasgo común de esta diversidad es el siguiente: cuando le preguntas a un mexicano si algo pica, te dice que no. No conozco al mesero capaz de advertirle al comensal que la boca se le va a incendiar. Se considera traición a la patria reconocer la misión esencial de un chile de árbol o chipotle, que consiste en sacar intensas gotas de sudor de la coronilla del afectado. “Yo soy como el chile verde, picante pero sabroso”, dice una de las más extravagantes letras de la canción ranchera. En la dramática nación de Jorge Negrete, lo picante es sabroso.

Aunque algunas variantes de lo picoso perforan el duodeno, cuando hablamos de chile, preferimos enunciar sus contribuciones nutritivas: tiene mucha vitamina C. Luego agregamos que en algo se parece a nuestros políticos: cada vez se le descubren más propiedades.

No todos los chiles que llevamos a nuestras tortillas son oriundos de México. El más picante de la república lleva el nombre de habanero. Se trata de un apéndice furioso y amarillo que llegó de Java en el Galeón de Manila y se convirtió en condimento decisivo de la cocina yucateca. En un principio se le decía “javanero”, pero como en Mérida las cosas buenas vienen de La Habana, adoptó un nombre más seductor. Sus semillas queman la lengua como pólvora encendida.

La cultura del chile está unida a la escatología, y el habanero es uno de sus pocos exponentes que “no quema dos veces”. Cuesta trabajo hablar con estilo de estas cuestiones, pero la vida en compañía del chile está acompañada de toda clase de aventuras gastrointestinales, a tal grado que hemos hecho de la diarrea una forma del patriotismo. Cuando el indigesto visitante pasa sus vacaciones en el excusado, decimos con vindicativo orgullo que fue víctima de la “revancha de Moctezuma”. En otras palabras: nos conquistaron pero hemos encontrado una manera rencorosa de entrar en las entrañas de los extranjeros.

Hacer algo “a valor mexicano” significa hacerlo con muchas molestias y ninguna racionalidad. El principal rasgo de este masoquista sentido del honor consiste en comer chile a granel. Cuando estamos en el extranjero y nos ofrecen un ají de la India o Pakistán, le entramos con fe, sin probar la fuerza del adversario con la punta de la lengua. En ese momento de arrebatadora definición nacional, confundimos las miradas de los testigos con la admiración e incluso la excitación erótica. En su novela Ciudades desiertas, José Agustín hace que un mexicano con más complejos que Huitzilopochtli cene con un polaco que se ha acostado con su mujer y decida superarlo comiendo chile. Lo único que logra es una indigestión digna del infierno azteca. La escena captura el sentido de la hombría inherente a la deliciosa exageración de comer picante.

Por su forma y encendido temperamento, el chile representa en el argot vernáculo al sexo masculino. Lo interesante de esta mezcla de erotismo y gastronomía es que revierte las condiciones de la supremaciía sexual. A diferencia de lo que sucede con Godzilla o el cine porno, aquí el tamaño no importa. Lo fundamental es el contenido. “Chiquito pero picoso”, decimos para elogiar a alguien débil que se sale con la suya en forma improbable. En un ámbito donde los adolescentes usan la cinta métrica con más constancia que los sastres para medir su dotación fálica, los chiles ofrecen una cultura alterna en la que se puede triunfar con menos envoltura. La quintaesencia del picor nunca se encuentra en los chiles voluminosos, que sólo mejoran rellenos de queso o carne molida. El extracto esencial y arrebatador proviene de los ejemplares mínimos que concentran sus detonaciones.
Los muy variados matices que el ardor adquiere en nuestra cocina, llevaron a Italo Calvino a compararla con la estética barroca: “Así como el barroco colonial no ponía límites a la profusión de los ornamentos y al lujo, por lo cual la presencia de Dios era identificada en un delirio minuciosamente calculado de sensaciones, así la quemadura de las más de cien variedades indígenas de pimientos sabiamente escogidos para cada plato abría las perspectivas del éxtasis flamígero”.

Calvino recuerda la contigüidad de las palabras “sabor” y “saber”, y decide indagar el pasado mexicano a través de los mensajes herméticos que se conservan en las salsas, picantes comunicados de un tiempo que se disuelve en el mito y perdura en claves rotas y misteriosos sobreentendidos. Una de las más provocadoras y acaso irrefutables conclusiones es que el turbador efecto de nuestros guisos tiene su inquietante origen en la antropofagia. En Oaxaca, el autor de Bajo el sol jaguar degustó viandas preparadas con recetas de monjas que quizá buscaban un afrodisíaco absoluto –no el estímulo para el sexo que no podían practicar, sino la quemadura perfecta en sustitución del sexo–-; de ahí, su cadena de suposiciones pasó a una escala superior, la relación con lo sagrado: la cocina como comunión. La mente occidental puede desandar el camino hasta las monjas de clausura, las criadas que les ayudaban a desplumar las gallinas, el pacto sensual que establecían con los sacerdotes que se quemaban la lengua con sus hirvientes artificios. Más arduo es volver a los primeros usuarios del picante, los indios que adobaban iguanas y armadillos. En la alborada de la historia mexicana, el rito dependía de la carnicería, y quizá también del arte de sazonar al prójimo. ¿Qué sucedía con las víctimas de los sacrificios humanos después de las ceremonias? Las vísceras eran ofrecidas a los buitres para que las llevaran al cielo y saciaran el apetito de los dioses, y los corazones eran guardados en un tzompantli, antecedente religioso del tupperware. ¿Qué pasaba con el resto de ese cuerpo que ya era sagrado? En la Colonia, los evangelizadores no tuvieron dificultad en imponer la comunión porque en numerosos ritos prehispánicos se comían figuras que representaban dioses o hijos de dioses. Calvino se pregunta si los aztecas no habrán incurrido en un consumo más literal de los cuerpos divinizados en el rito. Desde un punto de vista religioso, la carne sacrificial significaba una impecable merienda. Para vencer el prejuicio de comerse un vecino, nada resultaba más práctico que hundir sus filetes en salsa verde, sustancia que impide distinguir la carne de un hermano de la de una gallina.

Pero hay una hipótesis más inquietante: es posible que el sugerente picor del chile sirviera no para ocultar, sino para resaltar el gusto de aquella innombrable materia prima. En tono de reveladores vacilaciones, escribe Calvino: “Tal vez aquel sabor asomaba de todos modos... aun en medio de otros sabores... Tal vez no se podía, no se debía esconderlo... Si no, era como no comer lo que se comía... Tal vez los otros sabores tenían la función de exaltar aquel sabor, de darle un fondo digno, de honrarlo...”

Si la supremacía del chile encierra un pasado de antropofagia, no hemos encontrado mejor remedio que superarlo que comer más chile. Se trata de una ocupación full-time. Ningún rincón del día es ajeno a las posibilidades del picante, de los huevos rancheros en el desayuno a los postres rociados de polvillo rojo en la cena, pasando por los cacahuates enchilados en el aperitivo del mediodía.

Este integrismo sólo se puede inculcar en la infancia, a través de golosinas agri-picosas. La imaginación popular ha llevado a creaciones tan sublimes como el Pelón Pelo Rico, muñeco al que se le presiona un conducto para que le crezca una melena de tamarindo con chile. Esta pedagogía del ardor avanza hasta la graduación en la que el discípulo ya no sabe si le gusta lo que le pica o le pica lo que le gusta.

La cocina mexicana es lo que ocurre entre la constancia del maíz y la multiplicación de los picantes. Sus aventuras más extremas nos devuelven siempre al punto de partida. En el centro de la ciudad de México, la Fonda Don Chon preserva la cocina prehispánica y al mismo tiempo especula acerca de la ruta que habrían tenido los sabores mexicanos en caso de haber desviado el rumbo. Una de sus más célebres especialidades, la tortilla de crisantemo con salsa de mango coronada de angulas, representa un curioso ejercicio antropológico. Un país con tantas frutas y flores como México repudió esas posibilidades, a pesar de que nunca le ha hecho el feo a lo extraño, según demuestra nuestra sostenida capacidad de comer insectos. La tortilla de crisantemo de Don Chon revela que desviar el camino de los apetitos resulta interesante porque nos permite anhelar de nuevo las habituales tortillas de maíz. Nuestro paladar no se rige por el síndrome de Marco Polo, sino por el de Ulises.

El filósofo Ludwig Feuerbach se sirvió de un juego de palabras en alemán para decir: Der Mensch ist war er isst (el hombre es lo que come). Si damos crédito a este esencialismo, podemos deducir que la identidad del mexicano es siempre provisional: está demasiado enchilado para concentrarse. Su “ser en sí” representa una contradicción viva. En la cultura del picante, el placer y el castigo son términos equivalentes: “¡Está sabrosísimo!”, dice el doliente a quien el chile le saca lagrimones. No es casual que un país donde el triunfo se parece tanto a la derrota haya encontrado una paradójica forma de disfrutar mientras sufre. Estamos, a fin de cuentas, en la nación donde los mariachis interrumpen sus canciones cuando llega el vendedor de toques eléctricos y los contertulios se toman de las manos para compartir descargas. La dicha mexicana será dramática o no será.

Nuestro plural uso del chile sugiere que deberíamos estar muertos o por lo menos tan despellejados como el dios Xipe-Totec, señor de la Renovación. Con todo, algo parece indicar que tenemos la dieta que nos conviene. Tal vez los numerosos chiles se neutralizan entre sí (la salsa de mole incluye tantas variedades de picante que la síntesis final no recuerda a ninguna en particular). Es posible que los belicosos chiles se combatan unos a otros como los incansables y paranoicos dioses del panteón azteca. Aunque vivimos para cortejar la muerte, nos pasa como a los suicidas que se toman el botiquín entero y se salvan porque los somníferos son anulados por los estimulantes. En otras palabras: sobrevivimos porque recurrimos a demasiadas formas contradictorias de hacernos daño.