En la cocina de mi abuela se guisan suculentos secretos, se adoban anécdotas, se tuestan costumbres… y hasta se reparten -gratis- consejos para llevar.
Siempre con el viejo radio de fondo, se ponen a hervir las penas en baño maría -de lágrimas, por supuesto- y se re-calientan amores y sueños, en grandes cazuelas de barro.
Los Andrade no hablamos mucho. Hacemos. No decimos. Quizá el calor de los fogones nos afloja un poco, nos calienta la sangre… y un vinito o un tequila terminan la tarea y la lengua avanza.
La gran mayoría de las conversaciones más difíciles y complicadas de mi vida las he tenido en esa cocina, o en la de mi madre (ella es muy Gress, pero ese espacio y esa rutina es totalmente Andrade) y las recordaré toda mi vida.
Imagino a mis hermanos en sus casas, en sus vidas. También a Maru en su cocina impecable. Somos todos víctimas del mismo síndrome. Hasta mi Padre, en su casa ‘nueva’ –que yo he visitado más que 3 veces en 8 años-, si hay que hablar me llama a la cocina y cierra la puerta y las palabras salen y los corazones se ponen a punto.
En las cocinas Andrade se fríen silencios y se refrigeran pasiones. Es así.
Andrademente, en serio.
Andrademente, en silencio.
Hace un par de semanas, le comenté a mi abuela que tenía mucho trabajo, que tenía muchos pendientes en la oficina. Ella me escucha y luego se ríe, y me dice: “Ay mijo, lo bueno es que eres Andrade, y los Andrade no se cansan”. Y recordé a mi abuelo, a mi padre, a Maru, a mis hermanos, y es verdad.
En esa cocina no sirven consuelos, solo realidades.
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