Yo no sabía lo que era la poesía cuando descubrí a Don Jaime. Me dio por tomar un libro de mi mamá, una edición hermosa, que le regalaron unas amigas, a mi madre, cuando nos fuimos de Mérida, y que todavía estará allá, intacta, en el Cerro de Tepepan.
En uno de los días en que descubrí la verguenza, la sana verguenza, una vez les transcribí a mis padres varios poemas de Sabines, y se los leí. Mi madre lloró. Mi padre se enterneció. Yo no sabía lo que hacía, todavía no lo sé. (No lo sé de cierto, que juegos me juega el destino).
Son las diez de la noche. O está en Miami, yo aquí en San Juan. Me sobra la noche. Y en las noches caribeñas, de abanicos, de mosquitos, de sonidos silvestres en pleno asfalto. Sabines vino a mi encuentro.
Don Jaime está en mi universo de poetas, entre los más grandes, junto con Mario Benedetti, los poetas más honestos, con los ojos más tiernos que yo jamás haya visto. No sabré mucho de métrica, pero de ojos sí. Son los poetas con los que me enamoré de la poesía, quizá por su simpleza, que es lo más difícil para un poeta.
Aquí transcribo a Sabines. Igual que hace muchos años para mis padres, pero ahora también para O, para el Chapul que estará leyendo, para todos... Don Jaime tiene, y merece la inmortalidad. Por sus versos exactos, por el mito de bondad de su ser, por su sinceridad, por su noble espíritu.
Te quiero a las diez de la mañana,
y a las once, y a las doce del día.
Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo,
a veces, en las tardes de lluvia.
Pero a las dos de la tarde, o a las tres,
cuando me pongo a pensar en nosotros dos,
y tú piensas en la comida o en el trabajo diario,
o en las diversiones que no tienes,
me pongo a odiarte sordamente,
con la mitad del odio que guardo para mí.
Luego vuelvo a quererte,
cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí,
que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre,
que mis manos me convencen de ello,
y que no hay otro lugar en donde yo me venga,
a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo.
Tú vienes toda entera a mi encuentro,
y los dos desaparecemos un instante,
nos metemos en la boca de Dios,
hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.
Todos los días te quiero y te odio irremediablemente.
Y hay días también, hay horas, en que no te conozco,
en que me eres ajena como la mujer de otro.
Me preocupan los hombres, me preocupo yo,
me distraen mis penas.
Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo.
Ya ves.
¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?
Me darán las diez, las once, las doce... no del día, de la noche, que son horas más peligrosas, más dolorosas.
Próximamente, me armaré de valor y transcribiré poemas míos. Llevo días tratando de evitarlo, pero no más. Los dejaré aquí para ustedes.
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