viernes, 24 de junio de 2011

Ay de ti, Ay de mi...




"Estoy desconcertado todavía… amanecí muy sensible….". Ya me lo había dicho por teléfono, y me respondió lo mismo por escrito. Juan cumplió 30.

Yo me río, porque lo escucho y me veo a mí, mirando dibujos del gran Egon. (Cuando me siento realmente mal, miro compulsivamente cuadros de Egon Schiele, mi 'pintor' favorito.)

Mentí. Si creyese en manipulaciones, si pudiese mentir, borraría el 'post' pasado, Rach2. Pero eso nunca pasará.

Lo borraría porque no me hace ningún sentido. Porque en la boda de mi amigo me enternecí tanto. Porque no dejo de pensar en Juan, y aunque tenga 30 le viene lo mejor de la vida.

La vida puede cambiar tanto en tan sólo una semana. Si bien terminé el libro de Semprún, no me lo saco de la cabeza, y eso siempre es malo.

Llevo días pensando en mi infancia, en que me hubiese gustado estudiar piano, o violín. Que alguien me hubiera enseñado que existen otras tantas cosas. (Si eso hubiese pasado, la vida no tendría el mismo sazón) Espasmos de memoria. Mis hermanos llorando, jugando. Mis padres jóvenes, en una eterna fiesta enloquecida.

Hablé de esto con mi madre, y ella, curiosamente, esta semana ha pensado mucho en aquellas épocas. Me mira. Yo la miro. Sonreímos. Lloramos.

No se equivoque, querido lector. Mis padres son mis padres porque así tenía que ser, y son los mejores padres que pude elegir. Me dieron todo. Me siguen dando todo.

Lo que pasa es que uno tiene instintos darwinianos, de Neanderthal incomprendido.

Cuando uno deja de ver constantemente a sus padres por varios años, sus imágenes se vuelven de culto pagano, de pequeños dioses, figurillas de terracota, a los que uno recurre cuando las cosas no salen, cuando ni en la más sórdida de la soledades hay refugio.

Faltará mucho tiempo, muchísimo, para que entren al cielo íntimo que uno, cuando pasan los años, tiene que irse construyendo.

La diferencia entre ese cielo y las figurillas terrosas de semidioses, es que a los últimos todavía podemos adorarlos en vida… se compra un boleto de avión y ya está, o si apremia muchísimo uno marca un teléfono, o enciende la laptop y los verá, los escuchará.

En el cielo personal, solo existen los recuerdos. Las imágenes, los recuerdos de sonidos, de pasos, de respiraciones. Ahí solito, vive mi abue, mi Chapis. Casi siempre cuando juego al oráculo y lo consulto, aparece caminando conmigo de la mano por Chapultepec. Yo con una gorra de pequeños cuernitos rojos, él llamándome 'diablillo' y contándome sobre los Niños Héroes y su gloria llena de sangre, de los pomposos Maximiliano y Carlota.

En fin… qué se yo de bodas. Qué se yo de personas. En plena fiesta viendo bailar a los novios, caí en cuenta que en estos años he aprendido a disfrutar el espectáculo que es poder presenciar, poder ver la infinita posibilidad de vidas que las personas eligen vivir. Esa es la magia.

Como magia es saber que uno siempre puede dar un golpe de timón y cambiar el rumbo de la vida de uno. Eso sí. Que O siempre siga a mi lado. Eso no lo cambio. Eso no está en juego.

Recuerdo las palabras del Gabo, en 'El amor en los tiempos del cólera': "Le enseñó lo único que tenía que aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie."

Amén.

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No podía caer mejor esta cancioncita. Del maestro Luis Eduardo Aute, 'Ay de ti, Ay de mi'.

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